domingo, 2 de enero de 2022

 

Una cena sin Corneta

  Con lo que había sido aquel gallinero ahora estaba desolado, quedaban dos gallinas que no ponían ni un huevo y un gallo blanco de rabo enroscado con más aires que pellejo, aún así, era tal su arrogancia que le hacían merecer su trono en la percha.


La gallina negra llevaba días sin salir de la caja, hacía ruidos raros y se inflaba como un globo, la dejé estar y me fui a recoger manzanas bajo unas ramas descuidadas que constantemente me retenían con tirones de pelo.

Ya casi no quedaban alimentos, las ciudades se aislaban de la  periferia de parcelas perfectamente equipadas con piscinas, garajes y chalets adosados contorneados por un brillante césped artificial que solo engañaba a los topos.

Las tiendas eran esqueletos de estanterías con apenas nada aprovechable, ya no quedaban más que orquídeas de colores formando una gama desalentadora, que poco podían consolar cuando aquel día esperabas encontrar patatas.

De repente me acordé de Italia, aquel viaje que hice con Carol, mi hermana, nos habíamos olvidado la clave de la tarjeta y casi no teníamos dinero, estábamos en Venecia perdiendo la tarde en un cajero con todas aquellas combinaciones de números que estábamos seguras de poner bien, con el hambre de horas habíamos perdido la alegría y el bus nos mecía el estómago vacío; eso si que fue pasarlo mal, el panorama ahora era mejor, había campos con algún que otro frutal, o restos de cosechas de maíz y patatas; a veces caminábamos toda la tarde para encontrar algo aprovechable. 

El recuento de aquel día era 13 castañas y seis en la familia, preparé un fuego con cerillas y periódico, llevaba 20 meses haciéndolo y jamás se me apagaba, sabía que  ramas arderían bien, solían pesar poco y tenían un tacto rugoso, esas sí que no fallaban.

Mi hermana quiso hincar el diente a la castaña cruda, y se la arrebaté, no por conservar el ritual de la mesa y todo eso pero cociéndolas con un poco de sal saciarían más y parecería que habíamos comido algo en condiciones. 

Los días pasaron entre hojas marchitas y la luz tenue. Yo miraba el árbol del kiwi con veneración, aún estaban muy verdes pero cogía los  más escondidos para el gallo y las gallinas, había cientos madurando a duras penas, la naturaleza iba demasiado despacio para mí. 

La gallina negra seguía en la caja, como cada día buscaba el milagro de un huevo y ¡por fin allí estaba!, me lo llevé  y lo metí en la nevera,  pensé que ya no quedaba ni un grano con el que alimentarlas, podían comer bichos y todo eso, pero no creo que hubiera ni un triste caracol en un kilómetro a la redonda, la gente no lo admitía, pero los caracoles fueron lo primero en caer.

Aquella noche no podía dormir, el hambre me hacía pensar en el huevo, lo imaginaba frito y mojando pan; al día siguiente lo comeríamos entre todos, pero no me sacaba de la cabeza la gallina y sus plumas erizadas diciendo NO. 

Bajé las escaleras y abrí la nevera vacía, la luz iluminó el huevo y me lo metí en el bolsillo, casi no hacía falta linterna, la luna era un faro encendido hasta el gallinero, allí  deslicé, bajo el negro plumaje, el huevo helado.


¡a ver quién daba la cara al día siguiente con cinco personas hambrientas exigiendo la tortilla!


 Esquivé los malos modos y reproches con promesas, les convencí de que tendrían un buen gallo en la mesa de cena navideña y se cerró el trato.

Aquel día había había sido bueno, el sol salía entre las nubes oscuras en columnas de luz que calentaban la tierra, me tumbé con los ojos cerrados; las avispas habían desaparecido, ya no había peligro de que una planeara sobre la nariz amenazante. 

Todo estaba silencioso, no se escuchaban pájaros, ni sierras, ya no importaba si la hierba te llegaba hasta la cintura, allí tumbada sentí un leve piar y me acerqué a echar un vistazo, el huevo emitía sonidos sin aún haberse roto; volví de noche y allí estaba el polluelo cobijado por su madre, esponjoso y amarillo, crucé los dedos para que no fuera gallo y no tuviera que cumplir el pacto.

Creció y creció, a veces parecía arrogante y a veces asustadiza, ¿qué era gallo o gallina? evité mirar los espolones que se asomaban cada día un poco más, todos estaban ya pensando en la receta navideña, hambrientos por un muslo y juntando fragmentos de cebolla para condimentar.

 Llegó el 24 y yo seguía discutiendo que no era un gallo, extenuados al final decidieron dejarlo para la comida del día siguiente, 25. 

Ya no había villancicos más que los que cada uno cantaba, y en medio de la coral nocturna se escuchó un sonido ahogado, un canto de gallo, como una corneta; pobre Corneta ahora sí que estaba sentenciado.

Eran las 05.00 cuando me puse el abrigo, Corneta seguía cantando y yo pensando, revolví en el armario hasta encontrar aquel anillo inútil con diamante, por si acaso también llené una bolsa con kiwis que por fin habían madurado.

¿y yo para qué quiero eso? -dijo el cura

así que saqué mi otra oferta, la bolsa que rápidamente metió en la sacristía; cogió su biblia más antigua y me acompañó.

La olla ya estaba hirviendo cuando llegamos; me miraron extrañados por la compañía, el sacerdote habló con una retórica impecable en su mejor sermón.

-pues sí, el gallo fue el primer ser que vio a Jesús en el pesebre, de ahí viene "la misa del gallo" y si ese galló dio su primer canto anoche, entonces es un enviado, una señal de Dios, sería un sacrilegio comérselo...

Los vecinos escucharon la historia y se asomaron a ver el animal, todo eran murmuraciones del prodigio, del milagro y presagio de tiempos mejores. 

Ellos tuvieron esperanza, el cura tuvo los kiwis y Corneta tuvo lombrices de tanto arañar la tierra.










La Balada de Camelle 

 Su cara se iluminaba cuando recordaba, era como un proyector en marcha; empezaba a contar la historia y flotaban las  imágenes en la sala; sobre el papel de la pared, en medio de las flores carmesí veías el mar, y esas dos barcas a punto de zozobrar en un choque que cambiaría el rumbo de sus vidas. 
Era una mañana de invierno, sabía bien la fecha y hasta el vestido que llevaba, color crema, con flores pequeñísimas y botones de pasta marrón bien cosidos, su madre los repasaba tantas veces que parecían piedras en el ojal; era rubia de pelo muy fino, y con aquel golpe por sorpresa, se le desordenó sobre el pálido rostro. 
-yo era muy joven unos 16, aún llevaba calcetines, -dijo ella, añadiendo detalles a su historia 
Era la primera vez que llegaba al pueblo, puso un pie fuera de la barca y él la ayudó a salir disculpándose con su padre por el accidente; se ofreció a desembarcar los enseres y su madre rehusó la oferta mientras cargaba, ella misma, un baúl azul muy bien cuidado. Siguió obediente a sus padres abrazando un cojín de bolillos y sin poder evitarlo se giró, el muchacho inmóvil la observaba mientras su rostro se fue difuminando con un denso vaho, esa imagen la acompañaría los siguientes 60 años. 
El resto de los meses tuvieron encuentros "casuales", él aparecía en cualquier calle como si la observara desde lo alto de una colina y corriera a alcanzarla haciendo coincidir su paso, era un juego de disimulos que terminaba siempre en sonrisas.
 -yo me llamo Anxo, se presentó
 -yo Lucía (mintió); no sabía si era correcto dar su nombre, así que dijo el de su madre; a veces se perdía en los protocolos, su madre apenas le explicaba nada, estaba siempre ocupada cocinando por si algún pobre se pasaba por allí, y eso era todos los días; por suerte, su padre traía pescado de sobra para ellos, los pobres e incluso vender en el mercado. Era hija única así que no le faltaba de nada, tenía un tocador surtido de accesorios y peinetas a juego con varios vestidos, que su madre no había hecho, solo les añadía a veces, un cuello de encaje que palillaba durante semanas. 
En año y pico que llevaban en el pueblo ya tenía fama y varios encargos de piezas de ajuar, así que su hija tuvo que hacer de recadera llevando los paquetes de casa en casa, cosa que hacía impaciente. Una tarde, perdida, llegó a una bodega flanqueada por un barril en la puerta, un hombre de espaldas hacía muescas en la madera, a su lado sentado un gato negro de ojos enormes la miraba, se acercó para preguntar la dirección y el hombre sobresaltado soltó la navajita mientras tapaba el "Lucía" que había estado grabando. 
No era costumbre que un hombre acompañara a solas a una joven, pero lo hizo; era muy hablador, pero a veces se quedaba en silencio para sentir el sonido de sus tacones en el suelo de piedra; resonaban como un eco en su pecho, una melodía que se extendía a las paredes de aquellas casas con balcones que formaban los callejones desiertos. 
Tiempo después caminaba sola, recordaba la despedida en la estación; había demasiada gente en ese adiós, puede que nunca volviera, de una guerra a veces no se vuelve, pero ella solo pensaba en que esos minutos duraran un poco más; cuando sonó el silbato y el tren comenzó a ponerse en marcha, él le dio un beso en la mejilla, fue el único contacto que tuvo con su piel.  
-Ni una bala lo rozó en esos años, y luego el destino me la jugó bien, -dijo 
No quería perder más tiempo así que en cuanto llegó le pidió matrimonio, se iba a ganar la vida con un puesto de guardia civil porque le habían dicho que el sueldo era bueno, tendrían que vivir fuera de allí así que se iría antes para tomar el cargo, ella accedió silenciosa pero muy emocionada. 
Esta vez su madre, empeñó todas las horas del día en hacer el velo de su hija, tenía un maniquí de paja atado con cordeles que servía de soporte cuando iba uniendo el encaje terminado; no quería que lo probara antes de la boda, era muy supersticiosa, llevaba un rosario en el bolsillo y siempre estaba con plegarias moviendo las cuentas. 
La noche del 23 de diciembre se inauguró con una tormenta, a los pocos minutos un perro desconocido trató de entrar en la casa arañando la puerta entre aullidos, su madre lo espantó a escobazos hasta que lo vio alejarse calle arriba, sabía que aun así, no iba a evitar el mal presagio que había traído con él.   
Al día siguiente llegó una carta, en esas fechas, solían recibir muchas postales, pero esta traía una banda negra en el sobre, la dejó junto a las demás con prisa, para ayudar a su madre con la cena de Nochebuena. 
Anxo ya debía estar entrando en el puerto, ella buscaba el reflejo en la ventana, con la doble misión de verlo llegar y revisar su pelo, así continuó hasta que solo se vio a sí misma recortada en oscuridad, pensó en la carta y corrió a abrirla. No derramó ni una lágrima; su madre fue la que se ocupó de contar a todos lo sucedido: Anxo en su primer servicio fue enviado a echar un vistazo al bosque donde se escondían unos maquis; horas después el caballo regresó sólo al cuartel con él encima agonizando. 
Yo no la vi en su último día, pero me dijeron que en el hospital contaba retazos de esta historia. 
Como si el resto de su vida no hubiera importado y también hubiera muerto esa Navidad; con su fantasma aún atrapado en Camelle, junto a él, desde entonces; caminando por las calles de piedra con sus pasos formando esa melodía que a él tanto le gustaba escuchar.

  Una cena sin Corneta   C on lo que había sido aquel gallinero ahora estaba desolado, quedaban dos gallinas que no ponían ni un huevo y un ...