La Balada de Camelle
Su cara se iluminaba cuando recordaba, era como un proyector en marcha; empezaba a contar la historia y flotaban las imágenes en la sala; sobre el papel de la pared, en medio de las flores carmesí veías el mar, y esas dos barcas a punto de zozobrar en un choque que cambiaría el rumbo de sus vidas.
Era una mañana de invierno, sabía bien la fecha y hasta el vestido que llevaba, color crema, con flores pequeñísimas y botones de pasta marrón bien cosidos, su madre los repasaba tantas veces que parecían piedras en el ojal; era rubia de pelo muy fino, y con aquel golpe por sorpresa, se le desordenó sobre el pálido rostro.
-yo era muy joven unos 16, aún llevaba calcetines, -dijo ella, añadiendo detalles a su historia
Era la primera vez que llegaba al pueblo, puso un pie fuera de la barca y él la ayudó a salir disculpándose con su padre por el accidente; se ofreció a desembarcar los enseres y su madre rehusó la oferta mientras cargaba, ella misma, un baúl azul muy bien cuidado. Siguió obediente a sus padres abrazando un cojín de bolillos y sin poder evitarlo se giró, el muchacho inmóvil la observaba mientras su rostro se fue difuminando con un denso vaho, esa imagen la acompañaría los siguientes 60 años.
El resto de los meses tuvieron encuentros "casuales", él aparecía en cualquier calle como si la observara desde lo alto de una colina y corriera a alcanzarla haciendo coincidir su paso, era un juego de disimulos que terminaba siempre en sonrisas.
-yo me llamo Anxo, se presentó
-yo Lucía (mintió); no sabía si era correcto dar su nombre, así que dijo el de su madre; a veces se perdía en los protocolos, su madre apenas le explicaba nada, estaba siempre ocupada cocinando por si algún pobre se pasaba por allí, y eso era todos los días; por suerte, su padre traía pescado de sobra
para ellos, los pobres e incluso vender en el mercado. Era hija única así que no le faltaba de nada,
tenía un tocador surtido de accesorios y peinetas a juego con varios vestidos, que su madre no había
hecho, solo les añadía a veces, un cuello de encaje que palillaba durante semanas.
En año y pico que llevaban en el pueblo ya tenía fama y varios encargos de piezas de ajuar, así que
su hija tuvo que hacer de recadera llevando los paquetes de casa en casa, cosa que hacía impaciente.
Una tarde, perdida, llegó a una bodega flanqueada por un barril en la puerta, un hombre de espaldas
hacía muescas en la madera, a su lado sentado un gato negro de ojos enormes la miraba, se acercó
para preguntar la dirección y el hombre sobresaltado soltó la navajita mientras tapaba el "Lucía" que
había estado grabando.
No era costumbre que un hombre acompañara a solas a una joven, pero lo hizo; era muy hablador,
pero a veces se quedaba en silencio para sentir el sonido de sus tacones en el suelo de piedra;
resonaban como un eco en su pecho, una melodía que se extendía a las paredes de aquellas casas
con balcones que formaban los callejones desiertos.
Tiempo después caminaba sola, recordaba la despedida en la estación; había demasiada gente en
ese adiós, puede que nunca volviera, de una guerra a veces no se vuelve, pero ella solo pensaba en
que esos minutos duraran un poco más; cuando sonó el silbato y el tren comenzó a ponerse en
marcha, él le dio un beso en la mejilla, fue el único contacto que tuvo con su piel.
-Ni una bala lo rozó en esos años, y luego el destino me la jugó bien, -dijo
No quería perder más tiempo así que en cuanto llegó le pidió matrimonio, se iba a ganar la vida con
un puesto de guardia civil porque le habían dicho que el sueldo era bueno, tendrían que vivir fuera
de allí así que se iría antes para tomar el cargo, ella accedió silenciosa pero muy emocionada.
Esta vez su madre, empeñó todas las horas del día en hacer el velo de su hija, tenía un maniquí de
paja atado con cordeles que servía de soporte cuando iba uniendo el encaje terminado; no quería
que lo probara antes de la boda, era muy supersticiosa, llevaba un rosario en el bolsillo y siempre
estaba con plegarias moviendo las cuentas.
La noche del 23 de diciembre se inauguró con una tormenta, a los pocos minutos un perro
desconocido trató de entrar en la casa arañando la puerta entre aullidos, su madre lo espantó a
escobazos hasta que lo vio alejarse calle arriba, sabía que aun así, no iba a evitar el mal presagio que
había traído con él.
Al día siguiente llegó una carta, en esas fechas, solían recibir muchas postales, pero esta traía una
banda negra en el sobre, la dejó junto a las demás con prisa, para ayudar a su madre con la cena de
Nochebuena.
Anxo ya debía estar entrando en el puerto, ella buscaba el reflejo en la ventana, con la doble misión
de verlo llegar y revisar su pelo, así continuó hasta que solo se vio a sí misma recortada en oscuridad,
pensó en la carta y corrió a abrirla.
No derramó ni una lágrima; su madre fue la que se ocupó de contar a todos lo sucedido: Anxo en su
primer servicio fue enviado a echar un vistazo al bosque donde se escondían unos maquis; horas
después el caballo regresó sólo al cuartel con él encima agonizando.
Yo no la vi en su último día, pero me dijeron que en el hospital contaba retazos de esta historia.
Como si el resto de su vida no hubiera importado y también hubiera muerto esa Navidad; con su
fantasma aún atrapado en Camelle, junto a él, desde entonces; caminando por las calles de piedra
con sus pasos formando esa melodía que a él tanto le gustaba escuchar.
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